El Mal Impersonal en las Doctrinas Utilitaristas y Republicanas

Cómo el sufrimiento es naturalizado por los sistemas de poder — y por qué necesitamos alternativas éticas más creativas y justas

El Mal Impersonal en las Doctrinas Utilitaristas y Republicanas

Vivimos en sociedades estructuradas por doctrinas que, bajo la promesa del bien común o del progreso, frecuentemente naturalizan el sufrimiento — incluso el de otras especies. En nombre de la eficiencia, el orden o la ganancia, las vidas humanas y no humanas son tratadas como cifras, recursos o daños colaterales. Pero existen otros caminos posibles.

1. La república y el utilitarismo: raíces del sufrimiento justificado

La república moderna es heredera de modelos excluyentes. En el mundo greco-romano, solo los hombres propietarios eran considerados ciudadanos plenos; las mujeres, los esclavizados, los extranjeros y los pobres no eran sujetos políticos. Esta estructura fundacional arrastra hasta hoy la idea de que el “hombre es malo por naturaleza” y necesita ser controlado rígidamente por leyes — casi siempre diseñadas por una élite desconectada de la realidad popular.

En el campo ético, este racionalismo se expresa en el utilitarismo: una doctrina que evalúa las acciones según sus consecuencias, incluso si eso implica sacrificar a algunos para salvar a muchos. ¿El problema? Al calcular vidas, se pierde el valor intrínseco de cada ser. La vida se reduce a una estadística.

2. La lógica de la ganancia como imperativo moral

Las doctrinas republicanas contemporáneas, especialmente cuando se alían con el neoliberalismo, operan con la misma frialdad. La ganancia se convierte en la principal métrica de las decisiones públicas. La contaminación, la deforestación, la precariedad sanitaria — todo esto se considera una “externalidad”. El sufrimiento se vuelve un “dato” tolerable.

Poblaciones vulnerables, ecosistemas enteros y animales sintientes son ignorados como sujetos de derecho. La razón de Estado o el imperativo del mercado justifican la continuidad del daño.

3. El fracaso de la creatividad ética

Frente a crisis como pandemias, colapsos ambientales y guerras, nuestra respuesta ha sido repetir fórmulas desgastadas. En lugar de invertir en alternativas transformadoras — como cuarentenas con justicia social, pruebas masivas o la reestructuración de los sistemas de producción y consumo — optamos por “gestionar el daño”.

Esta resignación ética revela una grave ausencia: falta imaginación política para diseñar un futuro diferente.

4. ¿Y las otras especies?

La mención a “otras especies” es esencial. Nuestra ética dominante es antropocéntrica: considera al ser humano como el centro del valor, y a las demás formas de vida como utilidades. Animales, plantas, bosques y ríos son tratados como insumos. Esta lógica, heredada de la modernidad colonial e industrial, ignora la interdependencia entre los seres y los territorios.

Filosofías como el ecocentrismo o los derechos de los animales, como propone Peter Singer, denuncian el “mal impersonal” contra los no humanos — un mal institucionalizado e invisible.

5. Caminos hacia una ética radicalmente inclusiva

La crítica es necesaria, pero no suficiente. Es urgente proponer y construir alternativas. Algunas posibilidades incluyen:

  Ética deontológica (Kant): el valor de la vida es absoluto; no se puede sacrificar a ningún individuo, ni siquiera por un supuesto bien mayor.

  Ética del cuidado (Carol Gilligan): prioriza la relación y la responsabilidad mutua, en lugar de decisiones abstractas y distantes.

  Ecosocialismo: integra justicia social y respeto a los límites del planeta, proponiendo una economía que valore la vida y el sentido de pertenencia — no la ganancia.

Y sobre todo, es necesario reconocer que la democracia real y original —como señalan David Graeber y David Wengrow en El Amanecer de Todo— no nace de leyes impuestas desde arriba, sino de reglas vivas, construidas a partir de las necesidades concretas de los seres vivos que habitan un territorio. En esas formas de organización ancestral, la libertad y la justicia se articulaban con la reciprocidad, la pertenencia y la adaptación ecológica.

Romper con la naturalización de la violencia

Aceptar la muerte, el sufrimiento o la destrucción ambiental como “inevitables” suele reflejar una falta de valentía política y una comodidad intelectual.

Innovar exige:

Cuestionar las estructuras de poder que concentran privilegios e imponen el sufrimiento como norma.

Ampliar el concepto de ciudadanía para incluir voces históricamente excluidas — incluidas las no humanas.

Invertir en transformaciones sistémicas: energías limpias, salud preventiva, economías regenerativas y decisiones democráticas enraizadas en los territorios.

Como advirtió Walter Benjamin:

“La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de emergencia’ en que vivimos es la regla.”

Es decir: la violencia no es una excepción, sino una engranaje funcional del sistema actual. Romper con esto exige más que reformas: exige una revolución en nuestro pensamiento ético.